Fuente: Team Cherry
Fuente: Team Cherry
Los jugones de la vieja escuela, como yo, hemos presenciado cosas que no creeríais. Por ejemplo, pasar toda la tarde repitiendo una y otra vez la misma pantalla para superar una plataforma imposible o un enemigo inquebrantable... sin éxito. Ningún avance ni recompensa, tan solo una proyección pixelada del GAME OVER cuando perdías la última vida que te quedaba. Original y lúdica actualización del mito de Sísifo, trasladado al último cuarto del siglo XX. Muero otra vez; vuelta a empezar. ¿Frustración? ¿Qué es eso?
Hemos presenciado también cómo a alguna alma cándida se le ocurría premiar al jugador con un código que desbloqueaba la última pantalla alcanzada, de manera que pudiera ahorrar un poco de su tiempo y, por qué no decirlo, preservar su salud mental, tan necesaria cuando alcanzara la adultez. Hubo quien, en este sentido, aprovechó el descubrimiento para crear minijuegos con los códigos que incluso podían ser más molestos que jugar la partida desde el principio (te estoy mirando a ti directamente, Dragon's Lair de SNES).
Más tarde, aunque algunos ya lo habían implementado en ordenador, hemos llegado a ser testigos de cómo una pequeña pila incorporada en el cartucho del juego hacía llorar a algunos de alegría: por fin se podía guardar tu partida y seguir justo por donde lo dejaste. No recuerdo si llegaron a caerme las lágrimas por las mejillas, pero sí que tengo presente que desde este momento la manera de diseñar los juegos cambió sobremanera. Y para bien.
Hasta ese momento, durante los 80, un par de chavales podían programar un juego en tan solo unas semanas. Compañías como Dinamic publicaron buena parte de los videojuegos de la llamada edad dorada del videojuego español. Y no fueron pocos. El mercado se hallaba en expansión (a pesar de la piratería) y fue un negocio redondo. Eso sí, los juegos eran cortos, muy cortos en muchas ocasiones. Por ello, la intensa dificultad de los títulos de aquella época era necesaria para que los jugadores no se sintieran estafados, más aún después de haber convencido a sus padres de que le compraran ese videojuego para la maquinita.
A partir de aquí la memorización y perfeccionamiento de patrones ad nauseam por parte del jugador dejó de ser el núcleo que gobernaba el diseño de juegos, mecánicas y niveles. Ahora uno podía relajarse mientras jugaba, explorar tranquilamente los mundos de fantasía que se desplegaban ante sus retinas y arriesgarse sin temor a la muerte, que se había convertido en un mero trámite.
Nos acostumbramos a lo bueno. Aún recuerdo cómo guardaba la partida de Half Life de manera compulsiva cada minuto, pulsando F5 tan rápidamente como cuando disparaba a los enemigos. Quizás fue el quicksave el que lo desencadenó todo. Tal vez Miyazaki pulsó demasiadas veces la tecla F5.
A partir de Demon's Souls (2009), hubo una vuelta a los tiempos antiguos del videojuego, no en el plano gráfico, pero sí en el jugable. El jugador, otra vez, era vulnerable y la muerte no era solo un trámite, sino un medio mediante el cual aprendíamos a observar, a aprender, a superarnos y, la más difícil, a controlar nuestra frustración.
Desde entonces mucho ha llovido. Nunca ha habido en los videojuegos tanta diversidad de géneros y estilos como ahora, y cualquier persona, independientemente de su habilidad e intereses, puede acercarse a este mundo para pasar un buen rato. Por desgracia, son muchos (sobre todo las grandes corporaciones) los que solo buscan el beneficio económico a través de la explotación de la inmediatez, el "FOMO" y el consumo desmedido de juegos como "servicio". Estas empresas no pueden dejar que el jugador se frustre, ya que dejaría de consumir compulsivamente.
Afortunadamente, ahí están juegos como Sekiro, Returnal, Sifu, Elden Ring o el propio Silksong para recordarnos que la vida es un reto, que hay que superarse y que, tras cada derrota, tienes que levantarte con la cabeza bien alta.
Publicado el 9 de noviembre de 2025